La chica del reflejo triste: Capítulo II

Lo único que sabe es que tiene que alejarse todo lo que pueda; poner distancia entre ella y sus padres, entre las calles distorsionadas que ha observado durante años desde esa ventana del tercer piso y el suelo que hay detrás de la ventana. Toda la distancia que su voluntad y sus piernas le permitan. Y lo antes posible: antes de que atardezca, porque si no, va a querer regresar a esa casa maldita. Si no ha caminado lo suficiente, si no está lo bastante cansada, la tristeza, los remordimientos, el miedo y esa necesidad de…

Aitana se detiene.

¿Remordimientos? ¿Por qué? No lo sabe, pero se descubre —ahora, mientras camina por calles desconocidas— que, de alguna manera, los siente. Sabía del miedo y la angustia, de eso sí sabía, y mucho. ¿Cómo no saberlo, si han sido sus compañeros constantes durante años, durante casi toda su vida? Y, cuando pensó que ya se había acostumbrado a ellos, que podía convivir con su presencia en su pequeño cuerpo, descubrió que no. Que los miedos cambian y crecen. Que a los miedos no les gusta hacerse familiares, ni cómodos, porque eso los debilita. Hace meses, cuando por fin decidió que se iría, sintió un miedo nuevo, un primo hermano del otro, pero distinto: un miedo que la dejó sin respiración y con un dolor en la barriga, como si su padre le hubiera golpeado con el puño. Y, hace solo unas semanas, fue el ahogo de la urgencia: una excitación desconocida, una sensación que tuvo que esconder bajo la almohada empapada de lágrimas y mocos. Que algo le había sentado mal; que eran calambres de la regla; que no se preocuparan (aunque ya le hubiera gustado a ella que lo hicieran); que la dejaran en paz.

Pero entre sus gemidos ahogados y esas excusas mentirosas, descubrió algo: que ese miedo, el viejo, el de siempre, se había hecho chiquito. Se había encogido. Se había apartado, como si esperara… algo.

Aitana pensó mucho en ese algo hasta que entendió que tendría que vivir sin saber qué era, confiar y dejar espacio a esas emociones nuevas que, desde La Decisión, se apretaban tanto dentro de ella que sentía —que creía— que su pequeño cuerpo iba a reventar por costuras invisibles.

¿Y ahora, además, quería sumarse el remordimiento? ¿O era culpa? Tal vez.

No van a caber… ¿o sí?

Busca dentro de sí mientras camina y se da cuenta de que algunas de esas emociones que habían crecido en los últimos meses ya no la habitan. Sorprendida, mira hacia atrás, hacia las huellas invisibles de sus pies en los adoquines. Descubre fragmentos de esas emociones esparcidos en el suelo, en la acera, en la calle. Se imagina sus miedos y dudas desmenuzándose y desapareciendo desde el instante en que cerró la puerta y bajó las escaleras. Ya no las necesita.

Menos mal, piensa Aitana. Porque tiene el presentimiento de que va a necesitar espacio para cosas nuevas. Emociones. Sentimientos. ¡Sensaciones! Sí, todo eso y muchas más cosas para las que todavía no tiene nombre. ¿Cabrá todo en ella? Se da un manotazo en el aire, como para ahuyentar lo que queda de una extraña desazón que se aferra con fuerza a un costado de su consciencia.

Tendrá que hacer sitio. Necesita que lo viejo, lo inútil, se vaya, se muera o desaparezca. Vaciarse para llenarse de lo que está por venir. Y tendrá que hacerlo rápido, antes de que caiga la noche, porque si no, lo sabe, podría jugarle una mala pasada y arrastrarla de vuelta a esa casa.

¡No, no a su casa!

Ya no lo es.

Lo era.

«¡Qué no, chica! ¡Que tampoco lo era! ¡Que nunca lo fue! ¿Tú te piensas que…»

«¡Basta!», grita.

Y el grito resuena en sus huesos. Silencia todas las voces que competían dentro de ella. Y parece que ese grito ha encontrado una salida, igual que ella la encontró hace menos de media hora.

Una madre y su hija giran la cabeza. La madre —con el cuello envuelto en un bicho muerto hace décadas (parece un zorro, el pobrecito)— frunce el ceño, molesta. La hija, con coletas y ropa combinada, comprada allá por Serrano, solo alcanza a ver la espalda inclinada de una joven que se aleja calle abajo.

Es una espalda determinada, piensa la niña pija, probando en su mente esa palabra nueva que aprendió ayer en la escuela. Determinado. Determinación. Algo que ha terminado. Le gusta esa palabra.

Aitana sigue caminando, firme, mientras se recrimina por no haberlo hecho antes. Pero ¿cuándo habría podido?

Sabía cuándo. Al nacer. Antes de salir de la barriga de su madre. Abortar y renacer en otra niña, en otra casa, con otros padres. O más tarde, en cualquier momento. Volar por la ventana con los brazos abiertos y hacer de su caída un acto de liberación de apenas tres pisos. Terminar su infancia ahí, en el asfalto.

Debió haberlo hecho antes. Pero ¿habría podido? ¡No!

Tantas veces lo intentó, tantas veces retrocedió. Tantas veces acabó llorando sobre la alfombra sucia y vieja de la sala. Podría haber nacido en otro útero. Quizá, en otra vida, lo hizo y se arrepintió y pidió nacer de nuevo y, en su mala suerte, terminó aquí. No lo recuerda. Pero para el caso, da igual. Porque si no recuerda esa otra vida, esa otra madre, es como si nunca hubiera existido.

No cree en la reencarnación, aunque le atrae. Al final, todo pasa por olvidar.

Si se permite ser generosa (aunque no está para serlo, no ahora), quizás pueda considerar a sus padres algo mejores que esa madre inexistente de otra vida. Pero no mucho más. Padres nunca fueron.

Familiares…

No le gusta esa palabra para ellos. Familiar es alguien cercano. Familiar es el miedo con el que ha vivido siempre. Familiar ha sido la necesidad de escapar. O de morir.

Progenitores tampoco. Suena a protección.

Parientes. Sí, parientes. De parir y seguir pariendo. Para ellos y para ella, ha sido un parto larguísimo, de casi quince años. Y por fin, a través del útero de madera de la puerta del edificio, ha sido expulsada al mundo. Vestida. Con un bolso raído en la mano. Confusa. Aterrorizada.

¡Ay! ¿Dónde estabas, maldito?

Creía que lo había dejado atrás, tres esquinas más allá. Pero no. Ahí está su viejo amigo: el miedo.

Es tanto y tan repentino que se ahoga. Se detiene.

Sin una partera que la ayude a respirar, apoya las manos en la columna de granito que enmarca un escaparate. Boquea. Es un pez fuera del agua. Vomita.

La bilis —no ha comido en dos días— revienta contra el cristal. Los maniquíes, al otro lado, se desdibujan. Aitana levanta la vista y se ve reflejada en ese charco distorsionado. No se encuentra. No se reconoce.

Un dependiente asoma la cabeza.

—¡Eh! ¡Tú!

Aitana lo mira sin verlo.

—¿Eres idiota?

Se limpia la boca con el dorso de la mano. Mira al tipo. Mira el cristal. Mira el charco en la acera. No entiende.

—¡Guarra de mierda! —escupe el hombre antes de desaparecer en la tienda.

Vuelve enseguida. Sujeta un palo de escoba.

Un golpe.

El palo contra la piedra.

Aitana despierta. Comprende.

El miedo y el parto.

El mundo y el pez fuera del agua.

El vómito y el vidrio.

El hombre con el palo.

Abraza su bolso. Corre.

Corre para alejarse del palo, de los gritos y del odio que tanto le recuerda a su padre.

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