Aitana sale de casa sabiendo que no va a regresar. Cierra la puerta despacio. El pestillo suena como una caricia, como un disparo.
Se queda inmóvil, la frente apoyada contra el marco, conteniendo la respiración por un momento. Espera, aún asustada, como si alguien fuera a salir tras ella. Y aunque sabe que no va a ocurrir (aunque desea con toda el alma que no suceda), aún así… espera.
Se aparta con dedos irritados las lágrimas que resbalan por su cara, se ajusta la correa del viejo bolso de deporte y baja los tres pisos que la separan de la puerta del edificio y del mundo. Solo pudo llevarse unas pocas cosas; las demás las da por perdidas.
Las calles se sienten distintas a como las recordaba, diferentes a como se ven en las pantallas. «Quizá —piensa Aitana mientras avanza con pasos torpes sobre los adoquines y el asfalto— siempre han sido así y solo en mi cabeza existían las otras, las imaginadas».
Sus nudillos están blancos de tanto apretar las asas de piel falsa del bolso. El balanceo de su caminar descompasado —ora inclinada hacia un lado, ora hacia el otro, compensando el peso de sus pertenencias— amenaza con rozar el fondo de poliéster contra el suelo y abrirle una última herida, por la que su contenido podría desparramarse sobre las huellas invisibles que deja tras de sí, como migas de pan.
Antes de doblar la primera esquina, Aitana mira hacia atrás y hacia arriba. Se ve allí, en la ventana de su casa: la misma expresión, la misma tristeza reflejada en un rostro que ya no le pertenece. La chica tras el cristal levanta una mano y le hace un gesto de despedida.
Aitana, desde la calle, responde con un ademán tembloroso. Se despide de la ventana vacía, sabiendo que nunca volverá a verla. Sabe también que, por más que huya, por más que corra, por más que quiera, esa otra versión de sí misma la seguirá a donde vaya. Quisiera olvidarla, pero le llevará tiempo borrar esa memoria.
Por ahora, decide, la cargará con ella: como una losa en la espalda, como una inercia, como una advertencia. Alza la mano por última vez y la agita, con rabia incluso, despidiéndose de la chica atrapada en esa casa. Porque Aitana —la nueva Aitana, la asustada, la determinada— ya está doblando la esquina y se aleja con rumbo incierto, con la certeza de que no saber a dónde ir ni qué va a ocurrir es, de algún modo, una victoria.