Hace muchos años que lo llamo así: el vacío que vincula.
Nos parece que el mundo que habitamos está compuesto por materia sólida, tangible, real. Pero si miramos más de cerca, si nos sumergimos en lo más profundo de su estructura, nos damos cuenta de que todo lo que consideramos materia está formado por átomos. Y los átomos no son más que energía en movimiento, partículas vibrando a distintas velocidades dentro de un espacio vacío.
Y entonces surge la pregunta: ¿qué es realmente ese vacío?
Podría parecer nada, pero en realidad lo es todo. No es un hueco inerte ni una ausencia de significado, sino el tejido mismo que conecta cada átomo con el siguiente. Ese espacio vacío dentro de un átomo está ligado al espacio vacío de los átomos que lo rodean, y esos, a su vez, a los siguientes, en una red infinita que se expande hasta el último rincón del universo.
Estamos unidos a todo lo que existe por ese vacío. Como en una ciudad compartimos el mismo aire, como en la Tierra respiramos bajo la misma atmósfera, estamos vinculados no por lo que podemos tocar, sino por lo que no vemos.
Es paradójico: lo que parece separarnos es, en realidad, lo que nos une.
En ese vacío se encuentra la conexión con los otros, con el mundo y con lo desconocido. Es el espacio donde surgen los encuentros, donde nacen los vínculos invisibles que nos conectan a cada ser, a cada objeto, a cada pensamiento. Un lazo silencioso pero inquebrantable, que atraviesa todo, desde la más diminuta partícula hasta la más lejana estrella.
El vacío que vincula.
Porque todos, aunque nos creamos islas, formamos parte de un mismo océano.