La chica del reflejo triste: Capítulo III

La enorme y sudada mano de un hombre apoyada sobre su hombro. La empuja con suavidad y firmeza. Aitana sabe que, si intentara marcharse, esa mano se convertiría en la garra —sudada— de un ave de presa. Un águila o un halcón. Lo aprendió en la escuela. En la misma hoja venían pequeñas fotografías de esas aves, de una manada de leones, de un tiburón, un cocodrilo y una araña en el borde de su tela: en el centro, una mosca; en los bordes, rocío.

Aitana alza la vista por encima del hombro. El hombre es un edificio de carne: la barriga se desborda bajo la camiseta, blanca y fofa como los dedos que la sujetan, cubiertos de pelos. Pero su cara barbuda y la cabeza calva no se parecen a un depredador. Más bien al hipopótamo de otra hoja del libro: «Herbívoros».

No tiene tiempo de recordar más. El hombre la empuja con menos suavidad y más firmeza contra el portal de un edificio. Su cara empapada de sudor y sal amarga (pica en su pequeña nariz) queda enterrada entre el vientre del adulto, a la altura del ombligo, y los barrotes que defienden un cristal que los separa de un vestíbulo a oscuras.

Suena el interfono. Luego, silencio.

No del todo. La barriga del hombre, además de sudar como un río, hace ruido. Aitana se imagina ese río arrastrando piedras en su lecho. Un deshielo. Sucede en primavera. Está orgullosa de recordar cosas. Tiene buena memoria, aunque no lo sabe.

Dos veces suena el interfono.

Dos voces: la del hombre, aguda y ridícula, que no corresponde con su cuerpo (ya lo había oído antes, cada vez que la empujaba de vuelta a casa: a más impaciencia, más aguda). Y otra voz, grave, distorsionada por el pitido electrónico y tres pisos de cables.

Aitana la reconoce.

Las voces callan, no así el pitido. Durará, necio, un par de minutos más. Luego, el ruido del pestillo al destrabarse y la puerta que se abre.

Los cuerpos entran.

La mano del hombre sigue ganando en firmeza y perdiendo suavidad. Su cabeza gira. El cuerpo la sigue. La panza. La niña.

Aitana, mareada por el sudor, la falta de aire y por el giro, grita.

—¡¿Qué quiere, niña?!

El mundo se detiene. Su cabeza no.

—No funciona —logra articular.

El hombre la toma de los hombros. Su aliento es peor que su panza. Ajo, cebolla, algo rancio. Algo podrido. ¿Serán esos dientes negros? ¿O será la pasta amarillenta sobre los que aún quedan?

—¿Qué dise, shiquiya?

—El ascensor no funciona.

El hombre se rasca la nuca. Luego el culo. Confuso o aturdido, que es lo mismo.

Aitana señala con su pequeña mano en la penumbra. A la izquierda. La esquina que esconde unas escaleras estrechas.

Aitana espera en el rellano, sentada, mirando la bombilla que parpadea sobre su cabeza.

No es una bombilla moribunda. Es dubitativa.

(«Que denota duda», lo buscó en el diccionario con la maestra. Ese día aprendió otra palabra interesante: «Diagnóstico»).

Así ha sido siempre con la bombilla. Desde que Aitana bajaba en brazos de su madre. Desde que baja sola.

Echa de menos esos abrazos.

Pero no las manos peludas, enormes y húmedas del hombre. Menos mal que las tiene ocupadas agarrándose al pasamanos, apoyándose en la pintura cuarteada de la pared, de donde se desprenden trozos de yeso, y, de vez en cuando, usándolas para rascarse el culo, pero no para cogerla de nuevo.

Quedan dos pisos.

—¡Cohone y más cohone!

Uno.

—¡Pérame, shiquiya!

Ninguno.

Aitana lo ha esperado. No puede hacer otra cosa. Sabe lo que viene.

Prefiere que el hombre de ojos japoneses por el esfuerzo esté con ella cuando respondan al timbre que acaba de pulsar.

—¿Quién?

La voz, amortiguada por la puerta cerrada.

—¡Quién va´ser, mardita sea! ¡Si tú me acaba de abrir la puerta de abaho, quiyo!

La puerta se entreabre, apenas.

Un ojo que mira al hombre; que mira a la niña.

La mano vuelve al hombro de Aitana. Como si le perteneciera.

—¡Quiere abrí de una puta vé, pisha! ¡Que no he subido yo hastaquí pa que ahora…!

La puerta se abre de golpe, como un bostezo de madera.

El hombre calla, agradecido. Se estaba quedando sin resuello.

En el hueco de la puerta, la silueta recortada contra la luz del pasillo.

Flaco. Quizá demasiado.

La cabeza en sombras, como si no existiera.

Mira más allá de ellos. Luego a las escaleras.

Por fin, sale al rellano.

La luz le muestra.

Camiseta interior de tirantes. Sucia. Amarillenta.

Las bermudas descoloridas, con palmeras.

Mira al hombre.

De nuevo a la niña.

Está tranquilo.

Y tranquilo, como si no le perteneciera, suelta la mano izquierda.

El sopapo resuena por las escaleras.

Aitana cae.

El suelo de baldosas golpea su cabeza. Se escucha un cloc seco.

Desde abajo, mira al hombre de tirantes que mueve las manos y mueve la boca.

Pero ella no oye nada.

El sonido amplificado del tortazo, la cara hinchada, el coscorrón retumbando en su cráneo.

Un pitido agudo y continuo, como el del interfono.

¿Será el mismo?

Podría serlo.

—…tra! …tres! …ta madre… parir, japuta!

Aitana se arrastra y trata de levantarse.

La ayuda el hombre de tirantes.

La agarra del gorro del abrigo.

La empuja —la arroja— dentro de la casa.

Ella queda en el suelo, mirando hacia afuera.

Conmocionada.

El pitido.

El mareo.

El miedo.

¡Quiyo, que é una cría!

—¡A ti qué mierdas te importa!

—Bueno… algo me importará, digo yo… que telae traído.

—¡Pues que no te importe una mierda! ¡Es mi hija!

—No, si eso yo no te lo discuto. Solo que… Nada, déjalo.

El flaco mira al gordo.

Agarra la puerta.

Se dispone a cerrarla.

El gordo se interpone.

—Digo… pisha. Ya que te la he traído… no sé… ¿tú me podría… dar argito?

—¿Dar algo? ¿Por meterte donde no te llaman?

—Digo… la vi perdía y me diheron que era tuya. ¿E’tuya, no?

—¡Cállate, hija de puta!

En el pasillo Aitana contiene el sollozo.

El de tirantes se lleva la mano al bolsillo.

Las palmeras de sus bermudas se agitan mientras rebusca.

Saca varias bolsitas amarillas y elige la más pequeña.

Guarda las otras entre las palmeras.

Mira la bolsita y mira al gordo.

Se la ofrece.

El gordo la observa.

—¡Hombre! ¿No podría tú… no sé… e’tirarte un poquiyo má, pisha? Una de la’gorda…

—Lo que podría hacer es reventarte la cara a hostias.

Lo dice tranquilo.

Aún con la palma extendida.

—Y tirarte por las escaleras, a ver cómo rebotas tres pisos, gordo de mierda.

El gordo traga saliva.

Coge la bolsita.

Aprieta el puño.

—¡Vaya tela! —murmura.

El flaco empuja la puerta.

Aitana, desde el suelo, escucha.

—¡Desgraciao! ¡Hijo de p…!

La puerta se cierra.

Fuerte.

Aitana se sobresalta.

Sabe lo que viene.

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