He dado muchas vueltas en mi vida. Desde pequeño quería ser muchas cosas: veterinario, misionero, arqueólogo, paleontólogo, científico, médico, escritor, abogado, cura, dibujante de cómics, viajero… en fin, ¡Mira, una mosca! ¡Guau! ¡Ya sé! ¡Quiero saltar en paracaídas!
La cuestión es que, inevitablemente, en cada una de esas ideas me encontraba con la física, la química, las matemáticas y el latín. Así que, tras repetir varios cursos y cuando solo me quedaban tres asignaturas para poder acceder a la Selectividad y estudiar Psicología en Salamanca (que, a esas alturas, era lo que menos me disgustaba), decidí ir a mi antiguo instituto en busca de información.
Le pregunté a la psicóloga encargada de orientación académica —o quizá no era psicóloga, mi memoria se inventa detalles, no lo sé— y me pidió que esperara en la sala mientras iba a buscar unos papeles.
Ahí estaba yo, sin poder evitarlo, leyendo lo que tuviera a mano: papeles, folletos, flyers… (no dejaba de leer nunca; si no había libros, leía cartones de leche, líneas de las manos, posos de café, el destino en las nubes… lo que fuera). Y entonces, me cayó en las manos un folleto de la Escuela Navarra de Teatro (ENT).
En el papel se explicaban las asignaturas, el proceso de inscripción y la formación para actores…
¡PUM!
Recibí un puñetazo en el pecho, directo al corazón.
Y fue un buen golpe.
Un puño invisible me había golpeado tan fuerte que me hizo trastabillar, justo cuando la psicóloga regresaba sonriente con los papeles en la mano.
Me dijo que me sentara para explicarme, pero yo apenas la escuché. Miré el folleto. Luego la miré a ella y, con una seguridad inexplicable, le dije:
—No, voy a ser actor.
La mandíbula de la mujer se desencajó. Sus ojos se agrandaron. Yo, sin esperar más, levanté el folleto por encima de mi cabeza y, dirigiéndome a la puerta, grité:
—¡Sí, voy a ser actor!
¿Qué había pasado? ¿Quién me había golpeado?
Durante los años siguientes pensé que tal vez era una exageración de mi mente, un truco de mi subconsciente para hacer mi decisión más dramática.
Solo que, diez años después, me pasó exactamente lo mismo.
Esta vez estaba en Buenos Aires, sentado en una pizzería en Corrientes, entre Callao y 9 de Julio, con mi amigo Marcelo Albarracín.
Él me estaba respondiendo una pregunta cuando…
¡PUM!
El mismo puñetazo en el pecho.
Y casi me caigo de la silla.
Marcelo me miró como se mira a un político: con incredulidad absoluta.
—¿Estás bien? —preguntó.
Yo tragué la pizza que estaba masticando, lo señalé a través de la mesa y le dije:
—¡Yo voy a hacer eso!
Su cara fue idéntica a la de la psicóloga años atrás: ojos como platos, trozo de pizza a medio masticar en su boca abierta.
—Sos un boludo —dijo después de unos segundos—. Eso ya está hecho. La pasan por la tele, y ya están en la segunda temporada.
—No sé cómo, ni cuándo, ni de qué manera… pero sé que voy a hacer eso —le respondí, absolutamente convencido.
Había visto el futuro. No en detalle, pero la certeza era la misma que aquella vez que supe que iba a ser actor.
Nunca más me ha vuelto a pasar algo así.
—Comé, pelotudo, y dejá de decir boludeces —me respondió Marcelo, dándole otro mordisco a su pizza.
Tres años después…
Yo estaba de regreso en México, pero con los días contados. Me iba a vivir a Australia.
Mis planes eran viajar por Australia, China e India, quedarme un par de años en cada lugar, actuar como pudiera o como me dejaran (porque ni chino, ni hindi, ni inglés, pero yo… pa’lante, como los de Alicante).
Tenía el boleto, el dinero ahorrado, las maletas hechas y casi todas mis cosas regaladas.
Apenas me quedaban dos semanas para despedirme de mi México.
Y entonces, ocurrió.
Me ofrecieron hacer aquello que tres años antes supe que iba a hacer.
Lo que Marcelo me había dicho que era imposible.
Era algo mucho más que complicado: yo no tenía trayectoria para que me tuvieran en cuenta, en México no se hacían series, y cuando comenzaron a hacerlas… ¿qué posibilidades había de que, entre cientos de series en el mundo, alguien decidiera hacer el remake de… Los Simuladores?
Sí.
Esa era la serie por la que le había preguntado a Marcelo años antes.
Yo no tenía televisión en Buenos Aires y me jodía no poder quedar con nadie los jueves porque todo el país se paralizaba para ver ese programa.
—¿Qué carajos es eso de Los Simuladores, Marcelo?
—¡No, no! ¡Esa serie es una belleza! ¡Son cuatro tipos que solucionan cosas disfrazándose y actuando! ¿Vos sabés qué es Misión Imposible? Pues una mezcla de eso con Los Magníficos… Sí, los del A-Team… ¿La Brigada A? Sí, el Equipo A, boludo. Pues eso, una mezcla de Misión Imposib…
¡PUM!
Puñetazo en el pecho.